Tal día como hoy, pero trasladándome veinte años
atrás, hice el recorrido que quiero contaros. Y es que este domingo pasado, en
la etapa que íbamos haciendo en bici de montaña, los recuerdos de aquel día
estaban presentes en cada metro que avanzábamos entre los prados y por caminos
de alta montaña, ásperos, de fuertes desniveles y con una inimaginable imagen
de la primavera a esta altitud, cuando abajo, en el altiplano, el verano entró hace
días rompiendo y arrasando el verde incipiente y que ha resultado tan efímero
como el de las lluvias ansiadas durante el invierno más seco en décadas.
Aquel día del ocho de junio, etapa 52, el estreno de
mi primera bici de montaña recién adquirida quise hacerlo con una etapa de
montaña total, y qué mejor ocasión que iniciarla con la ascensión del Puerto de
La Losa. No era la primera vez, y tampoco la última, así que sus 10 km de
ascensión, tomados desde el momento en que se cruza el río Raigadas a 1.250 m,
junto a los cortijos de San José, cuando ya la carretera picará siempre para
arriba hasta cruzar por el mojón del puerto a 1.763 m de altitud, me esperaban.
Esos más de quinientos metros que hay que subir no son fáciles, pero el trazado permite hacerlos sin que el corazón se te salga del pecho, eso sí, siempre que mantengamos un ritmo adecuado a nuestra preparación. La visión de La Sagra a lo largo de toda la subida, con quien nos vamos emparejando en altitud, es grandiosa, con nieve o sin ella, y cuando en la penúltima revuelta, nos arrimamos al filo del quitamiedos que nos cubre la caída al vacío, se abre una panorámica de todo el valle por el que hemos subido y de todas las cumbres de Sierra Seca, de incomparable visión. Más si cabe si hemos subido disfrutando del esfuerzo y sin exprimir al máximo nuestras piernas. No hay que olvidar que hemos de reservar para la vuelta.
Esos más de quinientos metros que hay que subir no son fáciles, pero el trazado permite hacerlos sin que el corazón se te salga del pecho, eso sí, siempre que mantengamos un ritmo adecuado a nuestra preparación. La visión de La Sagra a lo largo de toda la subida, con quien nos vamos emparejando en altitud, es grandiosa, con nieve o sin ella, y cuando en la penúltima revuelta, nos arrimamos al filo del quitamiedos que nos cubre la caída al vacío, se abre una panorámica de todo el valle por el que hemos subido y de todas las cumbres de Sierra Seca, de incomparable visión. Más si cabe si hemos subido disfrutando del esfuerzo y sin exprimir al máximo nuestras piernas. No hay que olvidar que hemos de reservar para la vuelta.
Superado el primer obstáculo y tras el descenso hacia los
prados, dejé el asfalto por el camino que salía hacia éstos, que entonces
aparecían libres de vallas y alambradas. Cogí el camino del cortijo de
Valdefuentes, tras pasar junto a la Tenada del Pozo de Pedrarias por Las
Charcas, esto por la cantidad de agua que empapa las praderas, y asomarme al
barranco Conejero y de nuevo a todo el valle con La Sagra incomparable. Seguidamente
no me di de bruces con la cancela y valla de la finca de La Losa porque en este
punto me interné definitivamente entre las lomas y barrancos que se suceden por
aquí. Descenso por la Cuesta de las Peonías, nombre que acuñé aquel día
para una bajada que se jalonaba con decenas de matas de peonía en flor, y tras
rodear otro “mirabete”, más pequeño que el de la Cuerda Alta, al otro lado de
la carretera del puerto, pasar por el cortijo.
A partir de aquí el descenso por laderas cubiertas de
magníficas praderas sigue bastante áspero y el camino, casi perdido en tramos,
va descendiendo por la laderas que dan al barranco del Sabuquillo hasta llegar
al cortijo de las Hoyas, en donde se recupera el firme de una pista que viene
de D. Domingo, por ser la más usada por los pastores que crían aquí sus
ganados. Sobrepasado éste se termina el descenso justo en la rambla del
Borbotón y de los Cuartos, en donde se encuentra un cruce a 1.470 m de altitud.
A este punto llegué materialmente con los brazos
destrozados por la vibración, aquella bici no tenía ningún tipo de
amortiguación, salvo la que yo pusiera con el cuerpo, y los pedregales en los
que estaba convertido algunas veces el camino me llevaban algo machacado. El
agua, ya escasa en un bidón demasiado pequeño, la tomé caliente y comencé de
nuevo la subida. A esta altura de la etapa me hubiera venido bien alguna ayuda
energética para contrarrestar la dieta que llevaba desde hacía varias semanas,
y que mis piernas ya empezaban a reclamar.
El camino ahora se hace en una subida suave al
principio y que por momentos se empina. Se sube junto al barranco de Cerro
Quemado con manchas de pinos, hoy en día dan buenas sombras, pero que entonces
apenas eran unos pimpollos. Para cuando empiezan las revueltas se va madurito y
hasta que no se sobrepasa la Tenada de las Víboras, con alguna rampa más dura,
la cosa no empeora. Desde aquí hasta el collado, se hace larguillo, a pleno sol
sin una sombra que ampare.
Este tramo me exprimió mucho más de lo que podía dar.
Pasé mucho calor, apenas sin agua y sin sombra. Recuerdo los cabezazos y a
golpe de riñón ir subiendo poco a poco, con todo puesto, hasta llegar al
collado. La atmósfera asfixiante por el calor hizo que llegara fundido.
Desde aquí se abre un largo valle, Cañada Lamienta,
con unos enormes pinos al principio que al menos dan buenas sombras donde
cobijarse. Hay una fuerte bajada, peligrosa si quiere hacerse con ganas, y
gusta dejarse para tener el fresco en la cara.
La bajada fue también dura. Me dolían los brazos por
las vibraciones, y las piernas por la subida que había terminado conmigo. Ya no
tenía agua y la boca tan reseca que se me pegaba la lengua. En estas
condiciones también me costaba bajar pues no me sentía seguro de responder con
la agilidad que era necesaria en aquel terreno empinado. Paré algunas veces al
refugio de los enormes laricios. En una excursión anterior al Alto de la Losa
andando, me había llegado a asomar hasta ver este valle y recordaba que al
principio del mismo haber visto brillar el suelo, por lo que deduje que pudiera
ser agua. Con esta idea, reponer lo que ya parecía una avanzada deshidratación,
seguí, hasta que por fin, cuando ya casi se enfila la Cañada, me encontré con
una hilera de tornajos a los que me lancé, casi desesperadamente en busca del
agua. No tengo ni idea del tiempo que pasé allí, bebiendo, tumbado sobre la
fresca hierba, intentando relajar la musculatura de las piernas que ya pedían
tregua a gritos. Ahora sólo quedaba comer algo. Pero para eso necesitaba llegar
hasta el cortijo de Cañada Lamienta, que se encontraba justo a otro lado del
valle.
Cañada Lamienta es un valle interior cuyo fondo se
encuentra por encima de los 1.600 metros de altitud, flanqueada por este y
oeste con cumbres que superan los 1.800
m, y en algún caso, como el Banderín, se llega hasta los 1.966 m. El
sur se cierra con la Peña Vaquera y por el norte, a través de un estrecho
barranco, se vacían sus aguas que en deshielo pueden correr por los arroyuelos
que se forman, y que llevan a través del barranco de Torres hasta la Rambla de
los Cuartos. El cortijo de su mismo nombre se encuentra a casi 1.700 m en la
subida hacia los Prados del Conde y Peñón del Toro, en el lado sur.
Con una buena provisión de agua en mi cuerpo, casi me
baño entero, y rehidratado, monté de nuevo para llegar al cortijo y pedir algo
de comida. Era sábado, así que esperaba que hubiera alguien, o más bien lo
deseaba con todas mis fuerzas. Los tres kilómetros que me separaban se me
hicieron eternos, casi agónicos, casi desvanecido. El sol inmisericorde
consumía mi reserva de agua y sudaba de forma incontrolable. Tenía escalofríos
que achacaba a las quemaduras por el sol y temía que fuera incapaz de llegar al
menos hasta la protección de la vivienda. Si no había nadie al menos podría
descansar y con la seguridad de tener agua para poder pasar las horas más
fuertes de calor que ya se me habían echado encima. Pero pedía que por favor
hubiera alguien.
Cuando se llega al cortijo y se vuelve la vista atrás
puede disfrutarse de una amplia panorámica del valle con todo su esplendor. Hay
grandes zonas de cultivos, con una tierra tan negra que parece carbón. Las
cosechas parecen ínfimas pero es que aquí la altitud las retrasa mucho y parecen
ridículas pero no deben ser malas, cuando vienen buenos los tiempos y el
invierno no se alarga demasiado. Hay una estupenda fuente en la puerta, bajo
unos árboles que cobijan de los rigores del verano. El edificio, o más bien los
dos que existen están bastante mal. Al menos el que se ocupa actualmente tiene tantas
faltas como el otro, y puede que un invierno de éstos lo termine hundiendo con
una copiosa nevada que aquí tienen que ser de una para otra. Por encima de
éstos un corro de chopos dan idea de un venero de agua. Los he fotografiado en
el otoño y el amarillo de sus hojas resaltan con más fuerza sobre el verde casi
permanente de la pradera y sobre el blanquizal de los roquedos que pueden
observarse salpicados en las laderas que se empinan por ambos lados. Por esta
parte, desde el sur, las altas estribaciones de Sierra Seca se dejan ver con
algunos cortados y pinos de gran porte, y del tipo bandera en los que se asoman
a los filos.
Al llegar a la puerta del cortijo ya no me quedaban
fuerzas para estar de pié, así que di una voz, o un aullido, o lo que fuera que
salió de mi garganta, recostado sobre el manillar de la bici con la cabeza
metida entre los brazos. Enseguida dos personas salieron y se arrimaron casi a
sujetarme. Como pude les pedí que me dieran algo de comer pues venía
desfallecido. Querían que entrara en el cortijo para descansar y poder comer
pero yo no estaba ni para dar un paso más. El más mayor, sería el padre, le
dijo al más joven que me sacara algo, y éste en un abrir y cerrar de ojos me
puso delante una gran fuente de porcelana con chorizos, morcilla, y un trozo de
pan de hogaza para que diera cuenta de todo. Pero yo no podía comerme aquello,
tenía la garganta casi cerrada por la deshidratación, necesitaba algo fresco,
que pudiera tragar y que me diera las fuerzas necesarias para mantenerme
consciente. Les pedí que me trajeran fruta, la que fuera; el cuerpo me pedía azúcar,
energía al instante, y aquello era lo único que me lo podía dar. En otro salto
y mucho antes de que se lo pidiera el hombre mayor, el chiquillo sacó una
canasta con algunas naranjas y manzanas. Cogí una naranja y mientras me
sujetaban la bicicleta y con ella a mí, comencé a pelarla con un temblor que
recuerdo ahora mismo no me dejaba tenerla casi entre las manos. La sensación
del primer bocado lo recuerdo indescriptible, el dulzor que picaba al penetrar
por mi garganta el mayor placer para los sentidos. Después comí otra, y más
fruta; habían rellenado mi bidón y en dos tragos también lo había vaciado. Poco
a poco me fui recuperando, hablar de forma inteligible, y cuando me pude
incorporar y apoyar la bici sobre la pared del cortijo pude contarles algo del
trabajo que traía. Querían que pasara al interior pero en ningún momento se lo
acepté pues estaba seguro que en cuanto me sentara sería incapaz de levantarme.
Las fuerzas me fueron viniendo conforme comía toda la fruta que el cuerpo me
pedía. Pasado un buen rato y con el ánimo más repuesto les dije que me tenía
que ir, que me esperaban en casa y ya a esas horas estarían preocupados. Y me
dejaron ir, no sin antes reiterarme su inquietud de dejarme continuar solo.
Este domingo seguían allí el padre y el hijo, veinte años después. Sentado aquel junto a la puerta del cortijo, de charla con los compañeros que se habían adelantado. Al llegar les saludé, con un enorme GRACIAS, pero sin entrar en más detalles. Charlamos un rato y nos despedimos de ambos, padre e hijo, hasta una próxima. Desde aquí al Peñón del Toro, donde se inicia el
descenso hacia el cortijo de la Noguera, y a la carretera, es un suspiro. Y más
cuando al asomarse al cambio de vertiente se extiende ante ti todo el
altiplano, y La Sagra; y cuando la tienes tan cerca es que también lo estás de casa.
No fue un suspiro terminar de subir, ni ver aparecer la
cumbre de La Sagra. Me dolían las piernas y el descenso no lo tenía tan claro
que pudiera hacerlo con la fiabilidad para no caerme. Antes todavía hice unas
fotos de aquella visión que a pesar de lo conocida aquel día se me antojó
especial. Y comencé el descenso.
Por esta parte de Sierra Seca el camino sube hasta los
1.850 m de altitud y desde aquí se abren las rutas hacia los Prados del Conde,
Cerro Laguna y otras que nos introducen en los Parques Naturales de Sierra de
Castril y de Cazorla. En el camino de descenso, enseguida se pasa bajo dos
enormes rocas que se conocen por el Peñón del Toro, y tras dejar por la
izquierda el barranco del Tornajuelo, la bajada se precipita con un desnivel
bastante acusado y peligroso por culpa de la piedra suelta que el trasiego de
vehículos descarnan del firme de la pista. Hay que estar pues atentos a todo y
mantener sujeto el manillar por si se produce algún derrapaje que nos saque al
vacío. Son cuatro kilómetros que no permiten un solo descanso, salvo que uno se
pare, que en un descenso no parece lógico pero que aquí es inteligente. Los
frenos se calientan, y hay que dejar que se enfríen; las piernas se cansan de
sujetar el cuerpo y duelen por la tensión acumulada; los brazos, amortiguando
el traqueteo, sujetan la cabalgadura para que no se salga en cualquier curva;
las manos hacen aquí todo el trabajo de dirigir la rueda delantera entre las
piedras y colocarla sobre las roderas limpias, cuando existen, para minimizar
todo el esfuerzo que es necesario utilizar en este tipo de descensos.
Todo esto lo tuve que hacer, y no sólo con un dolor de
piernas casi insufrible que se fue intensificando conforme bajaba. Al tener
que mantener en todo momento apretadas las manetas de los frenos, tampoco podía
relajar los brazos, así que éstos se me quedaban casi al borde del calambre. Y
mis manos… ya no podían más; cuando conseguía parar la bici y echar pié a
tierra, las tenía tan entumecidas que me resultaba imposible abrir o cerrar los
puños. Los frenos del tipo cantiléver de la bici echaban olor a goma quemada;
en una de las paradas se me ocurrió rozar la llanta de la rueda con la punta de
los dedos y me los quemé; 700 metros más abajo ya había sobrepasado el borde
del paroxismo.
Ya no recuerdo más de aquel día, sí de los posteriores
por culpa de las quemaduras solares en la cabeza, cuello, brazos y manos,
piernas…; en fin, en toda parte de piel que había estado expuesta al sol y al
aire que las quemaba. En mi diario de rutas en bici aparece la siguiente
anotación: 14 de junio 1991, Huéscar - Pantano de San Clemente, 46 kilómetros.
Y sigo rodando, en espera de hacer la etapa 1150. Pero será mañana o tal vez pasado, hoy todavía me duelen las piernas de la del domingo.
2 comentarios:
Vaya aventura Jesús, vivías al límite!!
¿Se acordaban de tí los dueños del cortijo?
No lo sé, probablemente no. Ha pasado mucho tiempo y aquellos territorios ya los recorren muchos más. Tal vez si recuerden el episodio, pero de ahí a reconocerme... Además entonces llevaba bigote, tenía más pelo, veinte años menos..., así que seguro que no.
Saludos.
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