
Seguramente no hay nada tan efímero como el hielo. Y todavía más cuando al formarse se mantiene junto a un caudal de agua en constante aumento conforme el deshielo actúa. Hay un sinfin de detalles que, al estar tan cerca del agua embravecida por el desnivel de la presa, peligran. Las ramas envueltas por el cristal helado amenazan con desprenderse sino se han desgajado antes por culpa del peso. Recorro con la vista todos los detalles en trance de su desaparición y los voy recogiendo con la cámara. Me acerco al agua pulverizada que se congela al contacto con los pantalones y sobre el trípode. Acabo. Cuando me decido a plegar el artilugio, las patas extensibles están bloqueadas, y a duras penas consigo aflojar el mecanismo con las manos congeladas. Se ha formado una finísima capa de hielo sobre los tubos extendidos y no hay forma de replegarlos. Con el aliento intento calentar las yemas de los dedos protegidos por los guantes y lo único que consigo es acrecentar el dolor. Me puse unas buenas botas, con tres pares de calcetines, pero ni a zapatazos consigo calentar los piés. Busco los primeros rayos de sol, que asoman sobre la ladera de la Piedra del Letrero, para calentarme un poco y descongelar el trípode para guardarlo. Al final lo dejo al sol y me meto en el coche. Con algún gesto, el gorro ha dejado la oreja al descubierto. Al agacharme me la rozo con el filo de la puerta y un agudo dolor me encoje. Por un momento miro al suelo esperando encontrarla en el suelo echa pedazos.
Habrá valido la pena? Seguro que sí. Hay placeres que rompen!
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