jueves, 15 de junio de 2006

La gran tormenta... de granizo ( y final)

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Al cabo de un rato de estar merodeando en busca de algún ejemplar de granizo que diera más que la talla cogí el coche y estuve dando una vuelta por algunas calles para ver los efectos que había causado la granizada. El agua que había caído no era mucha así que en poco tiempo las riadas se contuvieron hasta desaparecer. El hielo acumulado en los rincones todavía tardaría un buen rato en deshacerse.
La imagen desoladora estaba en las zonas ajardinadas donde el suelo se había alfombrado de multitud de hojas, flores y de muchos frutos y semillas que habían sido barridos de las ramas igual que si las hubieran "vareado". Las aceras de los parques aparecían cubiertas de una tupida alfombra troceada de verdes. Junto al Pabellón, unas catalpas aparecían resembradas de sus propias semillas amarillas y de una capa gruesa formada de ramitas y hojas. El parquecito que hay al lado aparecía con sus calles de arena completamente cubiertas de hojas de un verde brillante, apenas unos minutos antes estaban colgando en las ramas, ahora tapizaban el suelo como si alguien se hubiera entretenido en extenderlas cuidadosamente.
Me dirigí a continuación hacia las eras. Allí todavía corría el agua hacia el camino de Parpacén y grandes charcos se sucedían en la gran esplanada. Junto a la prensa para aceite la riada había depositado grandes montones de hielo que parecían las graveras de un barranco por el que una fuerte corriente había abierto nuevos canales. En algunos puntos el grosor de los depósitos de granizo amontonado superaba los 15 centímetros. Conforme me alejaba del pueblo en la dirección del Manantial, el diámetro del granizo se hizo algo más pequeño, algo así como una avellana. Entre los olivos se iba levantando una neblina que le daba un aspecto tétrico. No llegaba a levantar más allá de 1 ó 2 metros sobre la tierra y en unos pocos minutos desaparecía. La temperatura después del agua helada caída se recuperaba a una gran velocidad.
De vuelta me encaminé hacia el puente de las cuevas, en donde después de la primera tormenta del día apenas si bajaba una insignificante acequia de agua turbia. Conforme iba llegando se notaba que algo excepcional estaba sucediendo. La gente con sus coches moviéndose lentamente hasta que se detenían sobre el puente para observar la riada. Había también algunas personas observando sobre la barandilla, en uno y otro lado. Otros haciendo fotos y comentando la última vez que se había visto cosa igual. Dejé mi coche donde pude y comencé a recoger algunas instantáneas. Tomé primeramente referencias de la inundación para ver el momento de la misma y pude comprobar enseguida que ésta seguía en aumento. Las alcantarillas rebosaban y un borbotón amenazaba con reventar la gruesa tapadera de hierro. Bajo el arco el agua ya había alcanzado a sumergirlo todo y el río pasaba de lado a lado con alguna altura sobre la pared de los propios pilares. Aguas abajo de este, el cauce ya insuficiente para contener la riada se había salido del cajón e inundaba los terrenos de la vega más cercanos. Poco a poco, lentamente, el río fue subiendo de nivel alimentándose de las últimas lluvias que todavía se veían caer en la cabecera del valle, sobre las sierras de Jorquera y las últimas estribaciones de la Sierra de Montilla.
Para la hora del crepúsculo, con apenas unas nubecillas como la espuma amarilleadas por el último rayo, todo volvía a la normalidad: cielo azul, tarde-noche magnífica para un fresco paseo... Para el día siguiente vendría lo peor y, a tenor de lo visto, el panorama no podía ser más funesto.

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